Dentro de un espacio circular, cerrado por un muro de sillares con dos vanos cubiertos de rejas, Santa Margarita, de largos cabellos rubios —símbolo de su virginidad, sale del vientre de un gran dragón con cuernos, sangrante y de piel tornasolada y verde. La santa, con una rodilla aún dentro del cuerpo del monstruo, nimbada y vestida con gorguera y saya entera ceñida a la cintura, mira hacia lo alto y une sus manos en oración, sosteniendo un crucifijo.
La composición sugiere la idea de resurrección, y en ella destaca la economía de medios, al representarse en un espacio tan exiguo la figura imponente del dragón y de la santa, lo que a su vez, y gracias a la sombra proyectada en la pared, contribuye a crear la sensación de un espacio más amplio. El espectador adquiere aquí un punto de vista elevado que le hace partícipe de la escena.