Cinco comensales reunidos alrededor de los manjares, ángeles músicos y una bailarina: ésa es la declaración profana planteada por el artista, que ha decidido situar las bodas del Cordero de Dios en un marco moderno el del mundo cortés de los años 1300. Una gran mesa cubierta con un mantel blanco permite ver cuchillos de punta cuadrada para el pan, otros puntiagudos para la carne, así como vajilla de oro y plata; aves y pescados están dispuestos en los platos. Sólo los nimbos de los personajes que están festejando y, entre los manjares, la incongruente presencia de un corderillo blanco -doble simbólico de Cristo-rey que, en el centro de la mesa, posa su mano sobre el cuello del animal del sacrificio- vincula discretamente la escena a su contexto mesiánico y escatológico. Por encima de los invitados del Señor, el inquietante rosetón de fauces rugientes que evocan los truenos cuyos rugidos suelen acompañar las teofanías recuerda, también, la inminencia del final de los tiempos.
El modelo iconográfico aquí elegido presenta, en realidad, una erudita ingenuidad y los detalles pintorescos de agradable aspecto son otros tantos indicadores mnemotécnicos destinados a despertar en la memoria bíblica del lector el recuerdo de dos episodios del Nuevo Testamento tipológicamente anunciadores de esta escena: las bodas de Canaán y, sobre todo, la última cena de Cristo, donde Jesús, en presencia de los apóstoles, se ofreció a sí mismo como víctima consintiente para la salvación de la humanidad. Por lo demás, el comentarista hace el paralelismo citando a san Gregorio (f. 152v); el atavío de la esposa, por el contrario, está pintado de un gris muy sobrio, mientras que el texto habla de un lino blanco y puro, «resplandeciente con la virtud de los santos».
Enfrente, Juan en su pupitre, con las palmas abiertas en la actitud del que ora, recibe la Revelación de boca del propio Cristo-juez -es decir, en la imagen, de su mano que sujeta una filacteria: el rollo divino franquea la gloria oval celeste y toca el pergamino en el que escribe el profeta, en una magnífica metáfora visual de lo inefable convertido pronto en escritura de los hombres, para dar testimonio, entre ellos, del triunfo del Verbo.
Marie-Thérèse Gousset y Marianne Besseyre
Centro de Investigación de Manuscritos Iluminados, Bibliothèque nationale de France
Fragmento del libro de estudio Apocalipsis 1313
Cinco comensales reunidos alrededor de los manjares, ángeles músicos y una bailarina: ésa es la declaración profana planteada por el artista, que ha decidido situar las bodas del Cordero de Dios en un marco moderno el del mundo cortés de los años 1300. Una gran mesa cubierta con un mantel blanco permite ver cuchillos de punta cuadrada para el pan, otros puntiagudos para la carne, así como vajilla de oro y plata; aves y pescados están dispuestos en los platos. Sólo los nimbos de los personajes que están festejando y, entre los manjares, la incongruente presencia de un corderillo blanco -doble simbólico de Cristo-rey que, en el centro de la mesa, posa su mano sobre el cuello del animal del sacrificio- vincula discretamente la escena a su contexto mesiánico y escatológico. Por encima de los invitados del Señor, el inquietante rosetón de fauces rugientes que evocan los truenos cuyos rugidos suelen acompañar las teofanías recuerda, también, la inminencia del final de los tiempos.
El modelo iconográfico aquí elegido presenta, en realidad, una erudita ingenuidad y los detalles pintorescos de agradable aspecto son otros tantos indicadores mnemotécnicos destinados a despertar en la memoria bíblica del lector el recuerdo de dos episodios del Nuevo Testamento tipológicamente anunciadores de esta escena: las bodas de Canaán y, sobre todo, la última cena de Cristo, donde Jesús, en presencia de los apóstoles, se ofreció a sí mismo como víctima consintiente para la salvación de la humanidad. Por lo demás, el comentarista hace el paralelismo citando a san Gregorio (f. 152v); el atavío de la esposa, por el contrario, está pintado de un gris muy sobrio, mientras que el texto habla de un lino blanco y puro, «resplandeciente con la virtud de los santos».
Enfrente, Juan en su pupitre, con las palmas abiertas en la actitud del que ora, recibe la Revelación de boca del propio Cristo-juez -es decir, en la imagen, de su mano que sujeta una filacteria: el rollo divino franquea la gloria oval celeste y toca el pergamino en el que escribe el profeta, en una magnífica metáfora visual de lo inefable convertido pronto en escritura de los hombres, para dar testimonio, entre ellos, del triunfo del Verbo.
Marie-Thérèse Gousset y Marianne Besseyre
Centro de Investigación de Manuscritos Iluminados, Bibliothèque nationale de France
Fragmento del libro de estudio Apocalipsis 1313