f. 177v, De los diez mil mártires
La pintura se divide en dos planos; en el inferior, cinco hombres arrojados sobre acacias secas de grandes espinas que los atraviesan; en el superior, un bosque de cruces con dieciséis crucificados casi desnudos, todos ellos nimbados, con coronas de espinas de las que manan sangre. Los escorzos del hombre situado en el ángulo inferior derecho y del que se encuentra a su lado, en segundo término, bocarriba, consiguen un sobresaliente efecto de profundidad, al igual que la disposición en diagonal de las tres cruces en el centro. Por el asunto que trata, es una de las pinturas más dramáticas de Jean Bourdichon. Pese a ello, debe hablarse de sobriedad en la representación de la expresión de dolor, siendo suficiente la efusión de sangre y los mártires empalados del primer plano.
En el Martirologio Romano se menciona a un grupo de diez mil mártires el 22 de junio: «En el Monte Ararat, el martirio de diez mil mártires que fueron crucificados». La narración de este martirio colectivo se forjó en el siglo xii de acuerdo con el modelo de la leyenda de los mártires de la Legión de Tebas, para inspirar valor y confianza a los cruzados. El nombre de Acacio, el centurión romano que los guió, evoca el suplicio que padecieron los mártires: en la Edad Media, el nombre propio del centurión romano designaba el árbol espinoso que actualmente se llama acacia. Acacio evocaba la idea de punta, espina –en griego, akis–. De ahí que se imaginara que san Acacio y sus compañeros fueran flagelados con espinas, que habían sido condenados a caminar descalzos sobre puntas de hierro y empalados sobre ramas de acacias aguzadas. La popularidad de estos mártires alcanzó su apogeo en el siglo XV y comienzos del XVI. Se los invocaba, sobre todo, para socorrer a los agonizantes.
Se cuenta que, en tiempos de los emperadores Adriano y Antonino, en el año 120, los pueblos de la región del Éufrates se revolvieron contra los romanos con un ejército de más de cien mil hombres, siendo rechazados por un contingente imperial de dieciséis mil hombres; muchos de los romanos, aterrorizados por el número de sus adversarios, huyeron. No obstante, nueve mil legionarios, animados por el tribuno Acacio prefirieron exponerse a la muerte para gloria de Roma antes que conservar su vida con una acción indigna. Antes de partir al combate, realizaron sacrificios ordinarios para conseguir la protección de los dioses, pero este culto, en lugar de fortalecer su valor, lo abatió, viéndose imposibilitados para resistir el choque de sus adversarios. Un ángel se les apareció diciéndoles: «Si pedís auxilio al Dios del cielo y creéis en Jesucristo, obtendréis la victoria». Confiando en la aparición y concluyendo en que debían abrazar el cristianismo, lograron derrotar a sus enemigos, lo que confortó su fe. Conducidos al monte Ararat por el ángel, los dos emperadores, asistidos por siete reyes paganos, les pidieron que volvieran para recibir su recompensa y agradecer a los dioses. Pero ellos respondieron que se habían hecho cristianos y que gracias a Cristo vencieron a sus enemigos. El comandante les reprochó haber abandonado la religión del Imperio y los amenazó, si no cambiaban de opinión, con ser condenados a muerte como criminales de lesa majestad; pero Acacio dijo con valor que «lejos de ser criminales de lesa majestad divina y humana, devolvían al verdadero Dios el honor que le pertenecía y al emperador, el servicio que le debían rogando por su conversión y la prosperidad de su estado». Entonces, los soldados se dispusieron a lapidar a estos confesores del nombre de Jesús, pero las piedras se volvían contra los verdugos cuyas manos se secaban. Sin dejarse espantar por las torturas, otros mil hombres de los ejércitos paganos se unieron a los mártires cuyo número alcanzó los diez mil. Ante esto, se ordenó despojarlos de sus vestiduras, atarlos y flagelarlos. Asimismo, se los obligó a andar por un camino sembrado de puntas, pero los ángeles las apartaban. Se quiso probar contra ellos todos los suplicios infligidos al Hijo de Dios: se los coronó de espinas, se les atravesó el costado con lanzas, se los flageló, se los abandonó a los insultos de los soldados. Finalmente, muchos de ellos fueron crucificados sobre el monte Ararat; otros, arrojados desde lo alto de un peñón a un precipicio lleno de estacas. Hacia la sexta hora, los mártires pidieron a Dios que todos aquellos que celebraran su memoria pudieran gozar de salud en cuerpo y alma; una voz del cielo les aseguró que su plegaria sería satisfecha. Murieron a la misma hora que Jesús en la cruz. Los ángeles enterraron los cadáveres que un seísmo había hecho caer de la selva de cruces.
f. 177v, De los diez mil mártires
La pintura se divide en dos planos; en el inferior, cinco hombres arrojados sobre acacias secas de grandes espinas que los atraviesan; en el superior, un bosque de cruces con dieciséis crucificados casi desnudos, todos ellos nimbados, con coronas de espinas de las que manan sangre. Los escorzos del hombre situado en el ángulo inferior derecho y del que se encuentra a su lado, en segundo término, bocarriba, consiguen un sobresaliente efecto de profundidad, al igual que la disposición en diagonal de las tres cruces en el centro. Por el asunto que trata, es una de las pinturas más dramáticas de Jean Bourdichon. Pese a ello, debe hablarse de sobriedad en la representación de la expresión de dolor, siendo suficiente la efusión de sangre y los mártires empalados del primer plano.
En el Martirologio Romano se menciona a un grupo de diez mil mártires el 22 de junio: «En el Monte Ararat, el martirio de diez mil mártires que fueron crucificados». La narración de este martirio colectivo se forjó en el siglo xii de acuerdo con el modelo de la leyenda de los mártires de la Legión de Tebas, para inspirar valor y confianza a los cruzados. El nombre de Acacio, el centurión romano que los guió, evoca el suplicio que padecieron los mártires: en la Edad Media, el nombre propio del centurión romano designaba el árbol espinoso que actualmente se llama acacia. Acacio evocaba la idea de punta, espina –en griego, akis–. De ahí que se imaginara que san Acacio y sus compañeros fueran flagelados con espinas, que habían sido condenados a caminar descalzos sobre puntas de hierro y empalados sobre ramas de acacias aguzadas. La popularidad de estos mártires alcanzó su apogeo en el siglo XV y comienzos del XVI. Se los invocaba, sobre todo, para socorrer a los agonizantes.
Se cuenta que, en tiempos de los emperadores Adriano y Antonino, en el año 120, los pueblos de la región del Éufrates se revolvieron contra los romanos con un ejército de más de cien mil hombres, siendo rechazados por un contingente imperial de dieciséis mil hombres; muchos de los romanos, aterrorizados por el número de sus adversarios, huyeron. No obstante, nueve mil legionarios, animados por el tribuno Acacio prefirieron exponerse a la muerte para gloria de Roma antes que conservar su vida con una acción indigna. Antes de partir al combate, realizaron sacrificios ordinarios para conseguir la protección de los dioses, pero este culto, en lugar de fortalecer su valor, lo abatió, viéndose imposibilitados para resistir el choque de sus adversarios. Un ángel se les apareció diciéndoles: «Si pedís auxilio al Dios del cielo y creéis en Jesucristo, obtendréis la victoria». Confiando en la aparición y concluyendo en que debían abrazar el cristianismo, lograron derrotar a sus enemigos, lo que confortó su fe. Conducidos al monte Ararat por el ángel, los dos emperadores, asistidos por siete reyes paganos, les pidieron que volvieran para recibir su recompensa y agradecer a los dioses. Pero ellos respondieron que se habían hecho cristianos y que gracias a Cristo vencieron a sus enemigos. El comandante les reprochó haber abandonado la religión del Imperio y los amenazó, si no cambiaban de opinión, con ser condenados a muerte como criminales de lesa majestad; pero Acacio dijo con valor que «lejos de ser criminales de lesa majestad divina y humana, devolvían al verdadero Dios el honor que le pertenecía y al emperador, el servicio que le debían rogando por su conversión y la prosperidad de su estado». Entonces, los soldados se dispusieron a lapidar a estos confesores del nombre de Jesús, pero las piedras se volvían contra los verdugos cuyas manos se secaban. Sin dejarse espantar por las torturas, otros mil hombres de los ejércitos paganos se unieron a los mártires cuyo número alcanzó los diez mil. Ante esto, se ordenó despojarlos de sus vestiduras, atarlos y flagelarlos. Asimismo, se los obligó a andar por un camino sembrado de puntas, pero los ángeles las apartaban. Se quiso probar contra ellos todos los suplicios infligidos al Hijo de Dios: se los coronó de espinas, se les atravesó el costado con lanzas, se los flageló, se los abandonó a los insultos de los soldados. Finalmente, muchos de ellos fueron crucificados sobre el monte Ararat; otros, arrojados desde lo alto de un peñón a un precipicio lleno de estacas. Hacia la sexta hora, los mártires pidieron a Dios que todos aquellos que celebraran su memoria pudieran gozar de salud en cuerpo y alma; una voz del cielo les aseguró que su plegaria sería satisfecha. Murieron a la misma hora que Jesús en la cruz. Los ángeles enterraron los cadáveres que un seísmo había hecho caer de la selva de cruces.