La escena de la pintura tiene lugar en dos planos: en el superior o celeste, se representa a Cristo, como eje de la composición, sentado sobre un doble arco iris, siguiendo la iconografía oriental, con la esfera del mundo a sus pies. Muestra su torso desnudo –aunque, sin embargo, no se distinguen las llagas de la Pasión en su anatomía–, se cubre con un manto purpúreo y bendice con la mano derecha, mientras la izquierda levemente situada hacia abajo, puede interpretarse como un rechazo de los condenados. Lo rodean seis ángeles azules –posiblemente, debido a su color, serafines– con las arma Christi, esto es, con los instrumentos de la Pasión: uno sostiene la cruz y la lanza, otro la columna, otro posiblemente los clavos, uno más los látigos, otro una especie de libro o escrito y, finalmente, uno la corona de espinas. Asimismo, formando un círculo, se encuentran los elegidos –de pie y de cara al espectador en la parte inferior y sentados y de espaldas, en la superior– entre los que predominan las mujeres. Por otro lado, tras una amplia extensión acuosa, se alza un gran promontorio con figuras desnudas que representan a los salvados, situadas a la derecha del Señor; es posible que este monte habitado por los elegidos tenga una correspondencia con el relato apocalíptico de los elegidos en el monte Sión. En el segundo plano, el infernal, se ha representado, a la derecha, un grupo de almas de pecadores, mostradas como personas desnudas, junto a una masa de agua, motivo clásico de la topografía del más allá; a la izquierda, dos hombres hacen gestos de dolor. Al estar fuera de la barca y no pertenecer al cielo, posiblemente sea una referencia a los ignavos. Finalmente, la tierra se abre, de forma similar a las fauces de Leviatán, representación tradicional del infierno de origen insular: es la escena de mayor efecto dramático, ya que contrasta la serenidad de los salvados con los gestos desmesurados y desordenados, propios de su angustia, de los condenados, que comienzan a caer al abismo bocabajo.
La composición es prácticamente idéntica, salvo en ciertos detalles muy secundarios –Cristo totalmente vestido– a la que el Maestro de Viena de María de Borgoña emplea en el Libro de horas de Engelbert de Nassau (f. 181v.), incluso en los gestos de desesperación y en algunas figuras de los condenados, tomados, a su vez, del Juicio Final de Hans Memling, realizado en 1466-1473 (Dánzig, Muzeum Pomorskie), como el condenado situado en primer plano, a la izquierda, con las manos juntas o los dos que, en el extremo opuesto, caen al abismo.
La escena representa la parusía, es decir, la aparición de la cruz y la visión del Hijo del hombre (según Mat. 24, 30 y 25, 31). Entre el final del siglo vii y el xiv, la mayoría de las imágenes teofánicas que se refieren, en mayor o menor medida, a las citas del Evangelio según san Mateo utilizan cuatro tipos iconográficos para significar la aparición de Cristo juez y de su signo: la escogida en el Libro de horas de Juana I de Castilla corresponde al Cristo entronizado flanqueado por un ángel que lleva la cruz. Este cuarto tipo iconográfico presenta antecedentes célebres, como el pórtico de Saint-Savin (c. 1100) y el contra-ábside de Reichenau Oberzell (1100-1150), reapareciendo frecuentemente en la iconografía monumental gótica, particularmente en las portadas de las grandes catedrales francesas. Se trata del Redentor crucificado que aparecerá al final de los tiempos. En este contexto particular, las signa que están en manos de la guardia angélica se asimilan a los instrumentos de la Pasión. En numerosos textos medievales, se les llaman trofeos. Si se dejaran a un lado estas signa medievales, que son las llagas y los instrumentos de la Pasión, aparece un esquema conocido: la imagen de Cristo entronizado en el cielo y flanqueado por ángeles portadores de cetros –como en el ábside de San Vital de Rávena, en la nave de San Apollinare Nuovo o en la Maiestas Domini del Codex Amiantus (Florencia, Biblioteca Laurenziana, ms. 1). En el origen de esta representación se encuentra, evidentemente, la imagen del emperador entronizado rodeado de su guardia, pero es posible que la primera imagen cristiana derivada de este tipo particular se remonte al principio del siglo iv. Por otro lado, los ángeles con instrumentos se encuentran en una imagen de la parusía en el arco triunfal de S. Michele in Africisco de Rávena: Cristo entronizado se aparece en las nubes, entre dos ángeles que llevan la lanza y la caña y otros siete con trompetas. Esto constituirá un primer jalón iconográfico. El segundo está constituido por una comparación entre la parusía y lo que se dice en los textos: Apocalipsis, Evangelios sinópticos –en particular, Mt. 24 y 25–, homilías o comentarios correspondientes. En la mayoría de estos escritos, la parusía aparece descrita como una llegada triunfal, es decir, como un adventus imperial, siendo el emperador reemplazado por Cristo; las victorias y soldados que llevan trofeos, por ángeles que portan la cruz-trofeo o los instrumentos de la Pasión. En el Elucidarium (l. 3, c. 12) de Honorius Augustodunensis se explica de qué manera vendrá el Señor en el día del juicio: «Lo mismo que cuando el emperador está a punto de entrar en la ciudad van delante su corona y otras insignias por las que se reconoce su llegada, así también Cristo en la forma en que ascendió, cuando venga al juicio con todos los demás órdenes de los ángeles: los ángeles que llevan su cruz irán delante» (PL.: 172, col. 1.165). La iconografía, con algunas excepciones, no siguió el mismo camino; en este sentido, no se representa tanto la imagen de un adventus como la figuración estática de un triunfo o de un tribunal. Este aspecto es importante, ya que muestra que la imagen no se ha compuesto únicamente a partir del texto de san Mateo, sino a partir de esquemas de triunfos imperiales, que eran estáticos, y en cuyo origen no tenían nada que ver con el texto apocalíptico de san Mateo.
La representación de los signa como instrumentos de la Pasión es una especie de retoque medieval, una interpretación particular hecha con el fin evidente de asimilar al Cristo juez y triunfante de la parusía con el crucificado y el Redentor de la primera venida. Se ha insistido sólo sobre un aspecto y su significado, dejando en segundo plano su carácter triunfal, su significado de trofeos o de instrumentos de poder que fue dominante hasta mediados del siglo xii. En la figura de Cristo rodeado de ángeles que blanden sus signa, los instrumentos de la Redención, se distingue la última etapa de una serie de modificaciones cristianas que han afectado a imágenes del emperador, representado de pie o entronizado, flanqueado por los soldados de su guardia. El emperador hace que un soldado de su guardia personal presente el instrumento de su poder, su escudo victorioso que, en ocasiones, aparece marcado con el signo cristiano. Este esquema pervivirá durante la Edad Media en imágenes de emperadores carolingios y otonianos: el monarca aparece entronizado sobre un alto asiento, flanqueado por dos oficiales superiores, de los que uno presenta la espada y otro la lanza y el escudo del soberano, como puede verse, por ejemplo, en una imagen de Lotario (París, Bibliothèque nationale, ms. lat. 266, f. 1v.).
La visión del Hijo del hombre debe entenderse como una teofanía, no así la separación de justos y de réprobos: aunque traduzca ciertos aspectos de la visión sobrenatural de Dios, se muestra como una explicación moral y pictórica de las consecuencias de la segunda aparición de Cristo. Desde los siglos xiii y xiv, y tal es el sentido de la imagen del Libro de horas de Juana I de Castilla, representa sólo una digresión de carácter anecdótico sin llegar a interpretaciones místicas o dogmáticas de la visión directa de Dios. No es extraño, pues, que el arte cristiano de oriente sólo lo haya representado muy raramente antes del siglo xi, y que sea en occidente, a partir de esta centuria, cuando haya gozado de mayor difusión. Bizancio era poco sensible al moralismo y su visión de Dios se acomodaba mal a estas digresiones, juzgadas vulgares y poco conformes con sus tradiciones espirituales. Por su parte, en occidente, donde el sentido histórico estaba más desarrollado, era natural que la parusía inquietara a los espíritus. La idea de que la historia tendría un fin estaba fundada sobre el sentimiento y fragilidad de las cosas, idea de la que san Agustín, uno de los primeros, se había hecho eco en una obra célebre, escrita tras la toma de Roma por los vándalos, como es De civitate Dei.
Los primeros juicios parecen haber sido compuestos por los maniqueos y por Mani mismo ya en el siglo iii. Pese a que estas obras desaparecieron, se conocen a través de algunos documentos escritos de origen copto y de un texto de uno de los adversarios de los maniqueos: san Efrén el Sirio. Quizá cierta oposición a las imágenes utilizadas por los adversarios pueda explicar que el arte sacro ortodoxo se abstuviera durante mucho tiempo de representar la visión del juicio. A las reticencias naturales de la teología y del espíritu bizantinos, quizá se haya añadido la oposición a tomar modelos de la imaginería maniquea, considerada herética. Por su parte, en Roma, Rávena y en toda la península italiana en general, otras razones se oponían al desarrollo de una iconografía del juicio. Sin embargo, desde principios del siglo ix, el juicio final se representó frecuentemente, jugando Irlanda un fuerte papel en la elaboración, difusión y éxito de su iconografía. Ésta contiene referencias del De civitate Dei y del arte copto bajo sus formas más populares, dejando suponer que los modelos irlandeses proceden de Egipto o de África del norte –con cuyos monasterios, la isla tenía numerosas relaciones–, donde, por otra parte, los maniqueos fueron muy numerosos e influyentes, según testimonio de san Agustín. Antes del siglo ix, algunas representaciones conservadas con alusiones al juicio se reducen a la aparición de Cristo a los muertos resucitados o al símbolo de la separación de ovejas y machos cabríos. La pintura monumental fue más rica en el tema del juicio final, como puede verse en la de san Juan de Münster, dividida en cuatro bandas superpuestas: el Cristo del juicio ocupa el centro del segundo registro. Sentado sobre un trono, extiende los brazos, preludio de la separación de los muertos resucitados. Se percibe aún la división de buenos y malos, así como fragmentos de una imagen del infierno que debía formar pareja con una del cielo, actualmente desaparecida.
A la luz de los triunfos militares romanos, el juicio final revela una significación bastante precisa. Ya se ha visto la influencia de este tema en la imagen de la parusía según san Mateo; queda por decir, con respecto a la separación de buenos y malos, que los condenados juegan el papel de los vencidos o de los cautivos, apareciendo el juicio final como una proclamación triunfal de la victoria de Cristo. De todas las visiones teofánicas relacionadas con el tema de la parusía, quizá es la que se inspira más directamente en el arte oficial del imperio romano. Si las imágenes de la victoria del emperador permiten reconstruir los orígenes y la génesis de la iconografía de los juicios medievales, la brutalidad propia de los triunfos militares explicaría que el gran arte cristiano creado en Roma y en Bizancio se haya interesado sólo tardíamente en las visiones judiciarias que fascinaron enseguida a occidente. Desde el siglo ix al xi este tema no está rigurosamente fijado aún, pero debe subrayarse su carácter teofánico y triunfal. Durante la primera mitad del siglo xii, clérigos y artistas consideraban esta imagen como una escena triunfal que manifestaba la omnipotencia de Cristo. Los esquemas imperiales ejercen aún una influencia determinante, pero se percibe ya una emotividad nueva que se aprecia en ciertos detalles, revelándose los sentimientos de los elegidos, de los muertos resucitados o de los condenados. Poco a poco, anécdotas con detalles pintorescos se deslizan en composiciones de origen exclusivamente triunfal.
A diferencia del Apocalipsis, las revelaciones de san Mateo no engendraron creaciones pictóricas inspiradas directamente en los capítulos 24 y 25 del primer Evangelio. Simplemente, encontraron forma introduciéndose en esquemas compositivos sacados de la iconografía romana reservada al culto del emperador. La llamada visión de san Mateo conservó durante mucho tiempo su aspecto triunfal, pero, en época gótica, se integró rápidamente a la iconografía del juicio final. Tras haber significado la Resurrección, la victoria del Hijo, después el triunfo de Cristo al final de los tiempos, este tema encuentra, de alguna manera, su significación primitiva: la de un emperador victorioso, rodeado de dignatarios, de victorias aladas y de trofeos, asistiendo a la humillación de sus enemigos. Apareciendo bajo diferentes aspectos, la imagen de la visión de san Mateo define estrictamente la parusía y por ello, frecuentemente, se introdujeron episodios del juicio final.
El sentido de la aparición del juicio final en la sección de los siete salmos penitenciales tiene que ver con la atrición –o contrición imperfecta, a través del miedo– que el espectador sentía al observar esta imagen: la meditación sobre la muerte, las penas del infierno y el juicio final para excitar el arrepentimiento de los pecados cometidos no tiene nada que ver con la reflexión sobre los padecimientos de Cristo para conseguir el mismo efecto (contrición). En este segundo caso, como se ha visto a través de las pinturas del pequeño oficio de la cruz, el hombre se mueve por caridad; en el primero, es el temor el que estimula al observador: lo que inspira pesar es, en este punto, el amor de sí mismo bien entendido, lo que supone un acto de atrición.