Cristo, sangrante y coronado de espinas, es conducido ante Pilatos, que adopta una posición regia: sentado, frontal, prácticamente hierático. El procurador romano, que sostiene un amplio bastón de mando con su brazo derecho, mira directamente al espectador mientras tiende sus manos a un criado que sostiene una jofaina y un aguamanil del que vierte agua. El trono, cubierto con una tela de honor azul, es de madera y tiene dos escalones de piedra.
El lavado de manos no era un gesto romano, sino hebraico. Tras una muerte, los judíos que presumiblemente tenían algo que ver con ella acostumbraban a lavarse las manos para afirmar su inocencia.
El episodio de Pilatos lavándose las manos cuenta con una larga tradición iconográfica, aparece ya desde el siglo IV. En una miniatura del Codex Purpureus Rossanensis (f. 8v.) y en uno de los mosaicos de Sant’Apollinare Nuovo de Ravena, de principios del siglo VI, los sacerdotes que acusan a Cristo se combinan con la escena de lavatorio de manos. Este tema fue habitual en el arte romano occidental.
En el Libro de horas de Juana I de Castilla, Gerard Horenbout ha unido dos episodios: los soldados llevando a Cristo ante Pilatos y el procurador romano lavándose las manos; los acusadores judíos están ausentes. En Europa meridional, esta escena no aparece con cierta frecuencia hasta el período gótico, aunque en época bajomedieval, casi todos los altares de Pasión muestran ya el lavatorio de manos.