Como introducción visual a la oración O intemerata («Oh, no contaminada») -que alude a la cercanía entre Cristo y san Juan Evangelista y entre éste y la Virgen, que aparece como intercesora ante Dios para beneficio del pecador-, en el libro de Horas de Enrique IV se desarrolla una escena que ocupa dos folios, cuya conclusión se encuentra en la Virgen en majestad con el Niño, flanqueados por dos ángeles adorándolos. Ella, sentada un asiento fantástico -formado por una silla de tijera con respaldo, cuyo aspecto antiguo da mayor solemnidad y relevancia a la escena-, joven, serena, desvelada, con un manto ribeteado con un bordado dorado y apoyando sus pies en un cojín, lleva una manzana de oro que el Niño, desnudo, trata de tomar. Este aspecto hace que aparezca como nueva Eva, cuyo origen literario se encuentra en las primeras exegesis del cristianismo: si, por la madre de la humanidad, llegó la caída; por la Madre de Cristo, viene la salvación. La escena tiene lugar en un interior, pero ha de entenderse, por su contexto, como un lugar sacro, ya sea el cielo, ya sea la Iglesia, de la que la Virgen es figura.