Presencié algo muy impresionante y aterrador. Mientras caminaba por un valle ubicado junto al río de las Delicias, me encontré con numerosos cadáveres. También se oían diferentes tipos de música, especialmente el sonido de timbales, interpretadas de manera asombrosa. Ante tanto ruido y alboroto, sentí un profundo miedo.
Este valle se extiende por unas siete u ocho millas, y se dice que quienes entran allí no vuelven a salir, sino que mueren casi de inmediato. A pesar de la advertencia, decidí adentrarme para entender qué ocurría. Apenas entré, me encontré, como mencioné antes, con una cantidad de cuerpos inertes tan grande que, de no haberlo visto con mis propios ojos, no lo habría creído. En una de las laderas del monte, sobre una roca, distinguí algo parecido al rostro de un hombre, tan aterrador que por un momento creí que perdería el sentido o moriría de pavor. Por eso, no dejaba de repetir en voz alta las palabras: "Verbum caro factum est" [«El Verbo se hizo carne»]. Sin embargo, no tuve el valor de acercarme del todo a esa cara, manteniéndome siempre a unos siete u ocho pasos de distancia.
Como no me atreví a acercarme más, me dirigí al otro extremo del valle. Allí subí a una colina de arena y, al mirar a mi alrededor, no vi nada, solo oí nuevamente los timbales sonando magníficamente. Cuando llegué a la cima de esa colina, encontré montones de oro y plata, que parecían escamas de pez. Recogí un poco de ello en mi regazo, pero como este tipo de cosas no me interesaba y al pensar que podría tratarse de ilusiones del demonio, lo arrojé al suelo. Y así, con la ayuda de Dios, logré salir de ese lugar ileso.
Al ver esto, los sarracenos me miraban con gran respeto, convencidos de que era un hombre santo. Decían que quienes habían perecido en ese valle eran almas malas y condenadas por el demonio infernal.